sexta-feira, 12 de junho de 2015

El conde de Cardigan

Nobles arruinados ha habido siempre. Resultan entrañables y mejor aún cuanto más hacen por esconder sus penalidades. El conde de Cardigan ha optado en cambio por la estrategia contraria y no ha tenido reparos en contar hasta dónde llega el desastre en el que se ha convertido su vida. Los británicos conocen bien algunos detalles de su día a día que transcurre, sobre todo, en la cocina de su casa porque allí están más calientes. Cuando cae la noche, el aristócrata de 61 años y su mujer Joanne, de 49, se retiran al dormitorio y ambos duermen vestidos para evitar el frío. Las duchas se las dan en los baños públicos porque tampoco tienen agua caliente y él, mientras, busca trabajo de lo que le salga, como chófer, p.ej, aunque a su edad no es fácil. Hasta intentó sacarse el carnet de conducir vehículos pesados para hacerse camionero y cumplir así uno de sus sueño infantiles, pero eso tampoco pudo ser. Una extraña ambición para un niño que creció rodeado de todas las comodidades, hijo del marqués de Ailesbury y de Edwina Sylvia Bonn, perteneciente a una acaudalada familia. Su infancia transcurrió en esa misma mansión con más de 100 habitaciones en la que vive ahora y que se encuentra dentro de unos bosques de casi 2.000 hectáreas también pertenecientes a la familia. De vez en cuando, si el conde tiene suerte, le llaman de una agencia de empleo temporal y puede así completar el subsidio de 85 euros semanales que le paga el Estado británico. Uno de los empleos que ha desempeñado ha sido el de conducir una furgoneta para un empresa de catering que se encarga de abastecer a los aviones privados que pasan por Heathrow. Una dolorosa paradoja: al conde le tocaba llevar latas de caviar de Harrods al aeropuerto. Joanne, por su parte, no puede trabajar al ser ciudadana americana y contar con un visado de turista. Ahora, además, ha nacido su hija. Toda una sorpresa, dada la edad de la madre, que les hizo concebir a ambos un montón de esperanzas. Y si la niña venía con un pan debajo del brazo? O mejor, si la venida al mundo de la criatura conseguía ablandar el corazón de los administradores de la mansión? Porque ellos son, según el conde, los culpables de todo. Siete años de enredos. En 2006, el conde firmó un acuerdo para convertir la mansión en un hotel de lujo con spa y campo de golf. El contrato implica un alquiler por 150 años y una inversión de unos 60 millones de euros. Patrimonio autoriza el proyecto, ya que se trata de una construcción que ostenta el mayor grado de protección, y se consiguen todos los permisos, lo que permite a la familia no desprenderse de la propiedad y al mismo tiempo obtener un gran rendimiento de ella. Pero poco después estalla la crisis financiera y los inversores deciden abandonar el proyecto. Casi al mismo tiempo, también en 2006, el conde viaja con Rosamund su primera mujer, a Arizona para visitar a su hija lady Catherine que se encuentra en un centro de desintoxicación. Durante ese viaje, el matrimonio salta por los aires y el conde, muy afectado, ingresa en otro hospital especializado en salud mental y adicciones para reponerse del trauma. Allí conoce a su segunda mujer, Joanne, que se recupera de su dependencia a los analgésicos. Ambos se enamoran y el conde se queda a vivir 5 años en Estados Unidos. Durante este tiempo, dos administradores se ocupan de las gestiones de sus propiedades. Uno de ellos es un viejo amigo del aristócrata al que conoce desde hace más de 30 años. A su vuelta de Estados Unidos, en 2011, estalla la batalla legal entre el conde y los administradores que, según la versión del primero, le cierran el grifo y no le dan ni un penique, además de apropiarse de casi 600.000 euros suyos e impedirle, por ejemplo, vender algunos objetos de plata para ir tirando. Pero el cruce de acusaciones entre ambas partes no se queda ahí y los juicios se suceden. John Moore, uno de los administradores, denunció al conde por escupirle y la justicia le absolvió. Sí que reconoce el aristócrata que llamó «cerda fea» a la mujer del otro, pero solo después de que escuchara como le decía que Joanne necesitaba perder peso. La familia del conde. En mitad de todo este lío, el conde no cuenta con la ayuda de sus dos hijos mayores que hace tiempo dejaron de hablarle. El mayor, Thomas, permanece al margen, mientras que lady Catherine ha saltado a la fama como cantante con el nombre de Bo Bruce. Incluso participó en la versión inglesa de La voz. El conde cuenta, eso sí, con el apoyo de su madre. A mediados de octubre, nació Sophie, la nueva hija del aristócrata, lo que supone una boca más que alimentar pero también algunas ventajas sociales. Según enumeraba la prensa británica, sus padres podrán optar ahora a 600 euros por el nacimiento, 24 euros semanales y una ayuda extra de hasta 3.900 euros anuales si cumplen determinadas condiciones. Lo que no ha conseguido la recién nacida ha sido apiadar a los administradores. Al revés, poco después de que la criatura viniera al mundo, el conde contaba que el paso que habían dado sus enemigos era intentar vender la mansión en contra de su voluntad por 12 millones de euros. El mes que viene se celebrará un juicio que puede resultar decisivo. Mientras, nos quedamos con la frase que su mujer dijo bromeando al 'Daily Mail': Debería haberme casado con un fontanero, así por lo menos tendría agua caliente.

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